Llegar a viejos
Siempre supe
que envejecería contigo.
Paco aparca los coches.
Ramón el gitano, buen guitarrista flamenco, se pincha por las esquinas.
Joaquín, el niño la lata, con sus dedos destrozados, pide alguna moneda.
Antonia, bailaora estupenda, que comenzó haciendo polaroids y vendiendo claveles, acabó con una manta sucia encima en los inviernos.
La música dio color a mi vida. Quitó el frío de mis manos (y de tu alma). Me hizo soportar tu pérdida. Me hizo olvidar tu adiós. Me dio amigos. Y bares, y alcohol. Y sexo con turistas deseosas de una aventura. Me dio jazz y blues. Me dio años.
como dos golondrinas cansadas en mis hombros se posaron tus manos entonces creí por un momento que la música jamás acabaría pero estaba equivocado hizo frío y tus manos algo desengañadas casi llorosas emigraron
Te pedí que te quedaras y que hiciéramos el amor. Tenías prisa, como siempre. Cogiste el maletín de tu portátil y te fuiste a tu importante reunión con una sonrisa amarga en los labios.
Dormí un rato. Me levanté. Salí al balcón a fumar un cigarrillo. Un avión cruzaba el cielo, demasiado bajo, demasiado rápido. Deberías haberte quedado conmigo.
En esta fecha. Como todos los años, desde hace 50, recito la máxima Fremen: Nunca perdonar, nunca olvidar.
En la ira, siempre se asesinaba – indiferente – se arrojaba a las vías del metro – simulando desvanecimientos – y luego – me reprochaba – mi impotencia y mi ardor – mis ojos – mi sexo – las noches contigo – el alcohol – siempre.
Todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. Huyeron a la playa en manadas, sin saber qué había pasado, hasta que empezaron a llegar los heridos tiñendo también de rojo las escaleras de mármol del Hospital Mora. Al principio pensaron que era el fin del mundo, que americanos y rusos se habían -por fin, como se esperaba- vuelto locos e intercambiaban bombas nucleares. Los barcos anclados en el muelle radiografiaban obsesivamente el mismo mensaje: ayuda, Cádiz está ardiendo. Sin luz, sin teléfono, sin telégrafo, sin esperanza. Pregúntale a cualquier viejo y te contará las mismas historias: el taxista que llevaba el brazo por fuera de la ventanilla y se quedó manco, la gente que se quedó tres días en la playa y no quería volver, como el médico de Manolete tiró todo el suero que suponía envenenado y que se había usado para las transfusiones del diestro (esta es falsa, porque Manolete murió 10 días después de la explosión), los bebés muertos en la Casa Cuna con las monjas y las cuidadoras, los que veraneaban todos los años en San Severiano y se salvaron porque la mujer de la casa estaba a punto de parir, el sordo que no oyó la explosión. Cómo Franco estuvo a punto de convertir la zona arrasada en base militar, cómo le escatimó el reconocimiento a los héroes. Y los héroes, y las víctimas y la sangre. Pero todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. En 1947. En Cádiz.
La muerte es un ente racional, que no racionalizado. θάνατος, pensante y meditabundo, vaga indolente entre neuronas y circuitos integrados. La razón de la muerte es el amor. El amor a la muerte el argumento: θάνατος, desnudo y triste, piensa en sus víctimas –nosotros, sus discípulos– sin amor, con la implacable lógica del tiempo.
Tus ojos son atractores extraños donde mi mirada se pierde en órbitas no periódicas.
Este final no tiene sentido, decía el crítico anumérico de mi cuento enumerable
La ecuación diferencial de los tres cuerpos es irresoluble en la práctica, dice la Matemática.
Mi pareja piensa lo mismo.
Puede que el universo sea finito, pero mientras sigas mirándome así no podré creérmelo.
¿Amor compacto?
¡Jamás!
De tus caricias no quiero
extraer un recubrimiento finito.
Un verso oscuro, una palabra,
un sonido de amor universal completo,
amor que lleva hasta la muerte.
Palabras sobre héroes,
porque los poetas,
tratándose de un héroe,
tienen siempre la última palabra.
Y miedo el que nos trae
la remota posibililidad del hambre,
del rencor, de la prisión,
de la muerte miedo sí!
desde nuestro grito oscuro,
desde la concha del caracol,
las púas del erizo,
miedo desde mis versos y tú guitarra,
miedo porque pensamos.
Y después de pensar,
ser hombres significa,
desde ahora, ser guerrilleros de la libertad.
Y porque nos damos cuenta…. sí,
de qué no somos hombres,
sino sombras,
sombras que tienen la última palabra.
Carlos Portillo (a.k.a. el Profe) 1980
En el siglo V adC ya nos avisaban que una de las causas del dolor es la separación del objeto amado. Y no se ofendan por lo de objeto, que traducir del sánscrito no es fácil.
Para pelearse con el dolor hay varias posibilidades. Algunos orientales, creyéndose estúpidos y sabiéndose sabios, o viceversa, dejan de amar para evitarlo y se convierten en samurais o en pokémones. Algunos occidentales, sabiéndose estúpidos y creyéndose sabios (o viceversa) incrementan el amor hasta que el dolor llega a límites insoportables, se convierten en romeos y julietas, y acaban suicidándose en una iglesia como ejemplo para futuras generaciones de amantes. O escriben tangos. O peor aún, boleros.
Yo, que me sé estúpido, me paso el día mirando la bandeja del correo y los mensajes del móvil, esperando esa palabra que no va a llegar. Cómo también me creo sabio, intento conformarme con lo que me queda de ti: el amanecer que no tuvimos y la salada infinitud del horizonte en tu mirada.
Cuento del mes de Julio de 2023