Todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. Huyeron a la playa en manadas, sin saber qué había pasado, hasta que empezaron a llegar los heridos tiñendo también de rojo las escaleras de mármol del Hospital Mora. Al principio pensaron que era el fin del mundo, que americanos y rusos se habían -por fin, como se esperaba- vuelto locos e intercambiaban bombas nucleares. Los barcos anclados en el muelle radiografiaban obsesivamente el mismo mensaje: ayuda, Cádiz está ardiendo. Sin luz, sin teléfono, sin telégrafo, sin esperanza. Pregúntale a cualquier viejo y te contará las mismas historias: el taxista que llevaba el brazo por fuera de la ventanilla y se quedó manco, la gente que se quedó tres días en la playa y no quería volver, como el médico de Manolete tiró todo el suero que suponía envenenado y que se había usado para las transfusiones del diestro (esta es falsa, porque Manolete murió 10 días después de la explosión), los bebés muertos en la Casa Cuna con las monjas y las cuidadoras, los que veraneaban todos los años en San Severiano y se salvaron porque la mujer de la casa estaba a punto de parir, el sordo que no oyó la explosión. Cómo Franco estuvo a punto de convertir la zona arrasada en base militar, cómo le escatimó el reconocimiento a los héroes. Y los héroes, y las víctimas y la sangre. Pero todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. En 1947. En Cádiz.
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