La gran explosión

Todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. Huyeron a la playa en manadas, sin saber qué había pasado, hasta que empezaron a llegar los heridos tiñendo también de rojo las escaleras de mármol del Hospital Mora. Al principio pensaron que era el fin del mundo, que americanos y rusos se habían -por fin, como se esperaba- vuelto locos e intercambiaban bombas nucleares. Los barcos anclados en el muelle radiografiaban obsesivamente el mismo mensaje: ayuda, Cádiz está ardiendo. Sin luz, sin teléfono, sin telégrafo, sin esperanza. Pregúntale a cualquier viejo y te contará las mismas historias: el taxista que llevaba el brazo por fuera de la ventanilla y se quedó manco, la gente que se quedó tres días en la playa y no quería volver, como el médico de Manolete tiró todo el suero que suponía envenenado y que se había usado para las transfusiones del diestro (esta es falsa, porque Manolete murió 10 días después de la explosión), los bebés muertos en la Casa Cuna con las monjas y las cuidadoras, los que veraneaban todos los años en San Severiano y se salvaron porque la mujer de la casa estaba a punto de parir, el sordo que no oyó la explosión. Cómo Franco estuvo a punto de convertir la zona arrasada en base militar, cómo le escatimó el reconocimiento a los héroes. Y los héroes, y las víctimas y la sangre. Pero todos cuentan lo mismo: el cielo se volvió rojo. En 1947. En Cádiz.


Lecciones de budismo instantáneo

En el siglo V adC ya nos avisaban que una de las causas del dolor es la separación del objeto amado. Y no se ofendan por lo de objeto, que traducir del sánscrito no es fácil.

Para pelearse con el dolor hay varias posibilidades. Algunos orientales, creyéndose estúpidos y sabiéndose sabios, o viceversa, dejan de amar para evitarlo y se convierten en samurais o en pokémones. Algunos occidentales, sabiéndose estúpidos y creyéndose sabios (o viceversa) incrementan el amor hasta que el dolor llega a límites insoportables, se convierten en romeos y julietas, y acaban suicidándose en una iglesia como ejemplo para futuras generaciones de amantes. O escriben tangos. O peor aún, boleros.

Yo, que me sé estúpido, me paso el día mirando la bandeja del correo y los mensajes del móvil, esperando esa palabra que no va a llegar. Cómo también me creo sabio, intento conformarme con lo que me queda de ti: el amanecer que no tuvimos y la salada infinitud del horizonte en tu mirada.


Cuento del mes de Julio de 2023


Sevilla tuvo que ser

Un tailandés preguntó en el grupo de USENET soc.culture.spain (en 1994): ¿Cómo es Sevilla? Intenté responderle y me salió una respuesta bastante inútil. La encontré de nuevo entre los ficheros del disco duro hoy. Y me sorprendió (¿o no? ¿acaso Sevilla no es eterna?) ver que sigue siendo igual de inútil, igual de válida. La escribí a vuelapluma, pensando en algún día hacerle correcciones, pero nunca tengo tiempo o ganas. Aquí os la dejo, tal cual.

Asumid que tiene varias décadas y hay cosas que han cambiado y otras, desgraciadamente, no.

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Atila

Rey de los hunos, emperador del mundo. Desplazó a los bárbaros que ocuparon el imperio romano a mediados del siglo V. Por su culpa, anglos y sajones ocuparon Inglaterra, los suevos Galicia, los longobardos Italia y los godos España, Francia y Alemania. Sitió dos veces Constantinopla, tomándola una de ellas y arrasándola con las epidemias que traía consigo el ejército. Trajo la peste a Europa por primera vez. Cuando Honoria, una de las herederas del Imperio, le pidió ayuda, Atila le exigió como dote todo el Occidente. Al negarse aquella, el huno declaró que de todas formas, tomaría lo que era suyo. Godos y romanos se aliaron para contenerle en los Campos Cataláunicos. Cuando volvió a su palacio trasdanubiano a descansar y casarse con la bella Ildico, murió de una hemorragia nasal o de un ataque cardíaco. Sus guerreros se cortaron con sus espadas porque al azote de Dios no se le debe llorar con lágrimas, sino con sangre.

Tenía 47 años cuando murió. Como Nelson, Bolívar, Garland, Goebbels, Piaf o Pirro.


¿Qué otra cosa podía hacer?

Ella era una estrella del rock and roll y yo,… bueno, yo era solamente su camello. ¿Qué otra cosa podía hacer? Toda la vida adorándola a distancia, entre risas, colocones y deudas. Por eso, cuando la discográfica decidió que sería beneficioso para su imagen que hiciera una cura de rehabilitación después del escándalo del Teatro Maestranza… ¿qué otra cosa podía hacer? La alejarían de mí, de mi mundo. Nunca más volvería a necesitarme. Nunca más volvería a sonreírme.

Organicé una fiesta de despedida, en la que no faltó de nada. Absolutamente de nada. De hecho, el speed llevaba algunas cosas más de la cuenta. Dime: ¿qué otra cosa podía hacer?


Olvido

Solo una cosa no hay
y es el olvido
(J. L. Borges)

Despertó sin saber dónde estaba. Antes de abrir los ojos ya notó que no reposaba en su cama. Entreabrió los párpados y casi vio un techo rotundamente blanco. Sin sobresaltarse (viajaba mucho y no era una sensación extraña) intentó recordar. No pudo. Pensó en su nombre: Jaime. Saberlo lo tranquilizó. ¿Qué había hecho la noche anterior? Ni idea. Cumpleaños, lugar de nacimiento: sin problemas. Una humilde ciudad costera, hacía 29 años, 6 meses y 19 días. Se movió despacito e intentó incorporarse.

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