50 años, Pinocho. Y parece que fue ayer. Hoy es de los días en que me gustaría ser cristiano para creer que ardes eternamente en el infierno, atormentado por la gloria de tus víctimas. Pero no. Te moriste tranquilamente en tu cama; huiste cobardemente de la justicia, haciéndote pasar por un enfermo; nos humillaste a todos (¡una vez más!) levantándote de la silla de ruedas que te había proporcionado la injusticia británica.

50 años. Yo quería que hubieras vivido mil. Y ahora, ya ves. En los periódicos que un día creímos de izquierdas te justifican y ponen en duda a Allende, del que siguen diciendo que se suicidó. También dicen que Neruda murió de pena. Los vencedores están otra vez reescribiendo la historia y los malos están ganando de nuevo.

Te gustaría ver en qué se está convirtiendo este mundo, Pinocho: los fascistas andan de nuevo por las calles con la cabeza alta, gritando consignas racistas en las redes, destrozando las pequeñas victorias que tanto trabajo nos ha costado conseguir, gobernando ayuntamientos en España y naciones a lo ancho del mundo.

¿Y ahora qué, Pinocho? Tus enemigos nos hemos hecho viejos y no tenemos casi recambio. El sistema ha aprendido. Cualquiera que quiera cambiar el mundo democráticamente será víctima de una persecución mediática y judicial. Es mejor que tu método, claro, menos sangriento. Pero igual de injusto. Y no te voy a contar el que quiera mejorar el mundo fuera de los cauces democráticos. No, no te lo voy a contar, porque tú de eso sabías más que yo.

Estoy triste, generalote. Supongo que esa es tu última victoria. Cuando nos arrebatáis la risa, es que ya nada nos queda.

Púdrete, Pinocho. Ojalá pudiera olvidarte.

50 años.